Estaba apunto de amanecer y Kay estaba preparado para ver el
espectáculo de luces que el cielo estaba a punto de ofrecerle. Como
cada día de Yule, desde que tenía uso de razón, se levantó antes
que nade de la cama, bajó a la cocina a por leche caliente y, con
una gruesa manta de lana sobre sus hombros, subió al más alto de
los torreones, sentándose una vez allí en el alféizar de la
ventana que daba a las montañas. Era un pequeño ritual personal y
solitario que había desarrollado con los años. Era su momento
especial. Cuando el sol comenzaba a asomarse entre las montañas
tiñendo el cielo de tonos naranjas y cálidos sentía como si una
enorme puerta mágica se abriera dando paso a un nuevo día y a
nuevas experiencias que lo harían crecer como persona y futuro
monarca. Kay solo tenía ocho años, pero era más sensato y sabio
que muchos adultos que había conocido en persona o en libros de
historia.
Contempló el crepúsculo en la soledad de la torre, cuando una
repentina y suave brisa acarició su rostro pecoso, removiendo su
cabello pelirrojo despeinados y el pequeño mechón blanco que tenía
en el lado izquierdo del flequillo. Sus ojos azules se iluminaron y
sonrió.
—
¡Buenos días! - exclamó.
Cualquier persona habría preguntado a quién saludaba el muchacho,
pues no había nadie allí, pero él sabía que ya no estaba solo:
algo que quizás nadie más podía entender y Kay no sabía explicar.
Más tarde, cuando el resto de su familia se hubo despertado, se
reunió con ellos para desayunar. Su madre y el rey Kristoff
presidían la mesa, mientras él y sus hermanas ocupaban los asientos
del medio de la mesa del comedor familiar. Las gemelas, Elsa y Gerda,
se habían peinado solas esa mañana. Lo sabía porque sus trenzas
parecían espigas de trigo: rubias y despeinadas. Pero no dijo nada;
prefería eso a que decidieran peinarlo a él. Por otro lado, nunca
oponía resistencia cuando los tres jugaban al asedio del castillo o
practicaban esgrima con espadas de madera.
Las niñas solo tenían seis años, quizás por eso siempre tenían
tanta energía, y Kay tenía que compaginarlo con sus libros.
Como Yule era una festividad especial, la familia real se reunía en
la capilla del pueblo para que los reyes proclamaran un discurso
esperanzador y ayudar con los preparativos para la tradicional quema
del tronco de Yule que tenía lugar al anochecer. Ese año Gerda y
Elsa también ayudaron los los preparativos y gracias a su vitalidad
Kay tuvo la sensación de acabar más rápido que en otras ocasiones.
Cuando regresaron al palacio, Kristoff y las gemelas prepararon el
trineo y a Sven para la salida a las montañas que solían hacer cada
año, mientras que Kay y su madre guardaban en cestas y sacos mantas,
comida y bebidas calientes.
No iban demasiado lejos, lo suficiente como para alejarse de la
ciudad y que los niños pudieran jugar seguros en la nieve. Hacían
muñecos y siluetas de ángeles. Tanto los pequeños como los reyes
disfrutaban enormemente ese momento en familia.
El sol comenzaba a ocultarse, tiñendo de nuevo el cielo y dejando
entre ver tímidamente los colores de la aurora. La luna llena ya se
veía al otro lado del cielo y pronto tendrían que abandonar el
lugar para asistir a la ceremonia de la quema del tronco que tendría
lugar en el gran salón del palacio, seguido de un ostentoso festín
para todo el pueblo.
Kay estaba distraído mirando al horizonte y distinguiendo las formas
que el viento creaba al levantar la nieve.
—
¡Kay! - gritó Gerda, haciendo que su hermano se sobresaltara -.
¡Dice mamá que como no vengas ya te abandona en las montañas y te
comerán los yetis!
—
¡Los yetis no existen! - respondió, aunque no del todo convencido
de sus palabras -. ¡Ya voy ahora!
Pero antes de regresar con su familia volvió a observar el viento y
la nieve. Entonces, allí, frente a sus ojos, distinguió con total
claridad dos figuras que se daban la mano y le sonreían con ternura.
Él llevaba un cayado en una de sus manos, y ella lucía una larga y
preciosa capa blanca que bailaba con la brisa del invierno.
Al ver eso, los ojos de Kay se iluminaron llenos de ilusión, como si
llevara toda su vida esperando ese momento. Sonrió
inconscientemente, lleno de alegría, y la figura de la mujer hizo un
gesto amable con las manos indicándole que regresara con su familia.
—
¡Kay! - gritó esta vez la reina.
Kay no dejó de ver a las personas níveas que tenía frente a él.
Asintió al gesto de la mujer y se despidió de ellos agitando la
mano mientras se giraba para regresar con los suyos.
—
Kay, ¿qué estabas haciendo? ¿Por qué has tardado tanto? -
preguntó su madre.
—
¡He visto a la reina de las nieves! - respondió él - ¡Y al
espíritu del invierno!
—
¡Ja! - se burló Elsa - ¿y qué más?
—
¡Es verdad! - se defendió él –.
Y a demás se parece muchísimo a la tía Elsa: es igualita a la del
cuadro y a la estatua del patio, pero sonriente.
—
Bueno, entonces seguro que es una reina muy guapa – comentó Anna
mientras se subía al trineo al lado de su esposo.
Kay también subió al vehículo y tan pronto como lo hizo
emprendieron la marcha. No le gustaba tener que irse así, pero tenía
responsabilidades que cumplir. Aún así, tenía la esperanza de que,
en el próximo año, podría hablar con los jóvenes que se le
aparecían cada Yule. No sabía muy bien por qué, pero aunque no los
viera durante el resto del año siempre los sentía a su lado,
protegiéndolo a él y a los suyos. En ocasiones, le había parecido
ver a la reina de las nieves por los pasillos del palacio y cerca de
su madre, pero nunca tan nítido como aquella vez y, desde luego,
nunca con su acompañante. ¿Sería a caso que solo podían verse una
vez al año?
El muchacho siguió divagando sobre el asunto en su mente mientras
sus hermanas discutían cuál sería el primer lugar al que viajarían
cuando fueran grandes; el rey llevaba las riendas del trineo y la
reina miraba hacia atrás y sonreía viendo a sus hijos.
Entonces, una suave brisa besó su cara e hizo que su mirada se
desviara. Miró un poco más lejos de donde estaban, y entre la
blancura de la nieve, por un instante, le pareció ver dos siluetas
que los miraban sonrientes cogidas de la mano.
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